Un nudista discreto

Hace un ratito ha hecho lo que le pedía el cuerpo: después de una dura jornada en la fábrica, en Gernika, se ha quitado la ropa, se ha tirado encima de la toalla, ha cerrado los ojos y… ¿hora de dormir! Es lo que le ocurre de lunes a viernes. «Vengo siempre. Con hora y media me basta para desconectar». Se apoya en un codo y el escorpión que lleva tatuado en el hombro mueve el aguijón. Ya se va espabilando. Mientras tanto, los demás bañistas -la mayoría nudistas- se dedican a contar las nubes o se acercan a la orilla en cámara lenta. El calor resulta sofocante.

La hondartzaina que se pasea entre las dunas se encarga de velar por el descanso de todos: en compañía de una amiga, recorre una y otra vez los escasos 70 metros que mide la playa. «Eso sí, en bajamar queda mucho espacio libre, nunca hay problemas para disfrutar de un sitio tranquilo», aclara Pedro, después de alisar con cuidado un extremo de la toalla. A él le gusta tenderse cerca de la orilla, sentir el rumor del agua que se aproxima a sus pies. Muy lentamente… En la margen derecha de la ría de Gernika, la superficie es como un plato de sopa reluciente. Y lleno de sorpresas. En algunas zonas, se puede ver a la gente internarse hasta 100 metros y no mojarse sino un poquito más arriba de los tobillos.

Abrevadero y fuente

Hay que frotarse los ojos porque, en ocasiones, Kanala parece un sueño. Que Pedro no se puede quitar de la cabeza desde aquel día de invierno, «hace unos pocos años, cuando paré con mi hermano a tomar algo en el bar, junto a la carretera, y a él se le ocurrió que diéramos una vuelta…». Les sobraba tiempo y venía bien estirar las piernas. Bajaron entonces 200 metros por una escalera, entre abundante vegetación, un abrevadero, una fuente y chasquidos de ramas; y ni los pájaros abrieron el pico cuando pisaron la arena de Kanala. Ya no hacía falta ir más lejos. Pedro miró a su alrededor y supo que volvería. Se sentía a gusto. Como para andar desnudo.

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